Vamos por el mismo cielo

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Cáncer.

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Mi padre estaba en casa aquella noche. Adrián y yo veníamos de jugar en el malecón, estábamos cansados y sucios, sudados. Él más que nada, había corrido como loco para que ni yo ni los otros chicos lo atrapáramos. Era muy mayor para estar jugando con nosotros, pero lo hacía de todos modos. Me voy a bañar, dijo. No hubo respuesta de nadie. Mi padre daba vueltas por la sala, se sentaba, miraba el teléfono, se pasaba la mano por la cabeza cada vez más despoblada de cabello, suspiraba, se paraba y de nuevo lo mismo. Se quitó el saco azul noche que llevaba y se aflojó la corbata amarilla. La camisa a rayas, el pantalón elegante, zapatos perfectamente lustrados. Todo un hombre de negocios, mi padre. Mi siempre ausente padre. Por fin se decidió y marcó un número en el teléfono. Hablaba rápido y nervioso. Si, si, que vinieran rápido. Claro, si, tarjeta dorada. Dio la dirección de la casa y colgó. Sus manos una vez más recorriendo su frente hacia atrás, arrastrando su poco cabello. Se puso de pie, dejando un espacio hundido en el sofá de cuero color manjar blanco. Mamá vomitaba, la escuchaba desde la sala. Entonces mi padre iba rápido al cuarto. Vayan a dormir, nos decía, creyendo que no habíamos escuchado nada. Salía del cuarto con un balde en la mano, dirigiéndose a la cocina. Yo si escuché, pero no sé si Adrián. Él siempre estaba tranquilo, como para infundirme su confianza. Adrián y yo compartíamos la misma habitación en la casa. A oscuras, cada uno en su cama, tenía miedo. Habría jurado escuchar el sonido de una ambulancia viniendo. No escuché el timbre, sólo la puerta abrirse. Voces y más voces. Quería levantarme y salir del cuarto, pero tenía órdenes de mi padre de quedarme ahí. Además, si lo hacía, Adrián me diría que no. Las sombras de los árboles que invadían la blanca habitación me daban miedo, la televisión apagada, el sonido del mar bailando en la noche con la arena y las piedras, el viento, el armario entreabierto, la puerta cerrada…

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